martes, 31 de marzo de 2020

Días décimo cuarto a décimo sexto

Ayer salí por segunda vez del encierro en busca de viandas con las que asegurar la subsistencia. Esas salidas que todo el mundo hace mantienen el pulso de la ciudad. Las calles por las que circulo me parecieron más del dominio de año nuevo que del territorio de mad-max. En el supermercado de confianza el pulso también era el normal de un día en una hora valle, y los usuarios no parecían presa del pánico de la nueva medida del gobierno, que lo mismo deja a la tienda sin barquetas, bolsas, papel de cocina, productos envasados y no sé cuántos otros elementos auxiliares. O a lo mejor no, pero la gente no parecía planteárselo, compraba con sensatez, se separaba con el disimulo apropiado del prójimo que aspiraba a poseer los mismos pepinillos en vinagre, saludaba a su primo con la distancia física que otrora le dedicaba al vecino con cuentas pendientes, se demoraba en la caja, eso sí, más de la cuenta porque, total, no le quedaba otra cosa que hacer en lo que quedaba de día.

    Hablé luego por teléfono con un amigo que anda por Madrid y la charla me hizo recabar nuevos testimonios de lo que sí parece una enorme trinchera. La guerra se vive de forma distinta en el frente que en la retaguardia, y en este asunto que nos agobia a todos, la opresión parece un ejercicio de magnitudes. La gran ciudad, acogedora de tantos en los días buenos, resulta hostil en tiempos difíciles. Según los estudios, vivo en un municipio donde el riesgo de contagio es casi dos veces menor que el de al lado, la capital de la provincia, y trece veces más pequeño que el de Madrid. Seguramente pueda decir que el promedio de preocupación de los madrileños es trece veces superior al de mis convecinos, aunque seguramente lo será mucho mayor porque las sirenas, los convoyes militares, el foco de los medios de comunicación, siempre atentos al drama, deben de multiplicar la sensación de asedio, el pavor.

  Un brindis amargo por la España despoblada.

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