lunes, 22 de junio de 2020
A vueltas con mi machismo
miércoles, 27 de mayo de 2020
Un ataque furibundo
La única imagen que teníamos de los cantantes eran las de las portadas de los discos porque generalmente ni el dinero ni la mitomanía nos daban para comprar Popular1. A veces, un programa de televisión les daba tres dimensiones,pero los pocos minutos en los que interpretaban el tema dejaban muy poca huella en la memoria, y además la mayoría de los que escuchábamos no venían a España, que entonces estaba muy cerca del culo del mundo.
Jamás pensé en esos años que casi tres cuartos de vida después tendría la ocasión de ver a Slade, The sweet, Suzi Quatro, Black Sabbath, Jethro Tull y algunos más como eran entonces y, ¡por Dios!, como son ahora, porque gran parte de ellos siguen dando tumbos, muchas veces con las mismas canciones a cuestas. Quatro es una abuelita venerable aunque siga metida en un mono de cuero y su Can the can; Status Quo, perdieron la melena y ganaron la honorabilidad de un puñado de corredores de bolsa wherever you want; Ian Anderson oculta los rizos perdidos bajo una bandana y ha sustituido su mirada de histrión por otra de jubilado apacible, living with the past, qué remedio; a Steve Priest simplemente da pena verlo, por cómo lo han tratado los años, la cirugía estética y la manía de seguir tocando el Ballroom blitz, que a mí, naturalmente, me lleva a las pistas de los coches eléctricos de aquellos meses de agosto que vivíamos como si siempre fuesen a ser los mismos.
En fin, a despecho de los nuevos esnobs, los autores de la banda sonora de mi adolescencia no están en el viejo prodigio del vinilo sino en el más reciente invento de youtube, un documental borroso (no llega ni a pixelado, de tan antiguo que es) que la otra noche me tuvo escuchando lo que fui con un furibundo ataque de nostalgia.
Sea.
martes, 21 de abril de 2020
La tortura del discurso
De suyo, los ministros no suelen decir nada porque para eso tienen el BOE, que es donde se explayan. Si están todo el día dándole al pico es porque se lo demandan los periodistas bajo amenaza de mandarlos al infierno de la crítica editorial. El pecado de los periodistas nos hace a los demás cargar con la penitencia, sobre todo en estos días en los que el mando a distancia parece que tiene los números repetidos, porque los personajes públicos han puesto de moda una prosodia demencial con la que pretenden convertir palabras simples en el sermón de la montaña.
Con el fin de elevar la resonancia de lo que dicen, se dan casi todos a esdrujulizar cualquier vocablo que no sea bisílabo. Áyuntamiento, ínexplorado, désescalada, cónfinamiento, sólidaridad, súscitada, vícepresidencia… parece que la palabra es demasiado larga y el orador (es un decir) teme que se aburra el oyente (a lo mejor es otro decir) y le llama su atención con un latigazo en el oído. Pero no solo ocurre con las polisílabas. También con cómercial, príoridad, hígiene y muchas otras que no tardan exactamente un siglo en pronunciarse.
Lo que escuchamos estos días me permite sostener la tesis provisional de que cuanto más político es el hablante peor es la prosodia y cuanto más perfil técnico tiene el sujeto (aunque también tenga un cargo político) menos rimbombante y menos agresivo es para el oído.
El asunto no es
que tenga más importancia, pero tiene la justa, la del modelo que
ofrecen a la sociedad; andamos escasos de
intelectuales de todo tipo en las horas punta de los medios de
información, y si quienes acaparan la palabra lo hacen de manera tan
chapucera, terminaremos echándole la culpa de que no sabemos
hablar a la LOGSE. Como siempre.
domingo, 19 de abril de 2020
La España vacía, primero
Ahora que empieza a hablarse de que saldremos a la calle por partes, es hora de que los líderes de la España vacía reclamen su derecho a ser los primeros. Después de más de un mes callados como piedras, es tiempo de que renieguen de leyes que se crean y se aplican pensando que todo el país es Madrid, Barcelona o Valencia. No sé cuánto tiempo después de que se haya puesto de moda el sintagma de la España vacía, tienen que plantarse y subrayar que en España hay miles de pueblos donde viven un puñado de habitantes, donde no cuesta nada mantener la distancia social y donde los (pocos) niños que quedan pueden salir con sus padres a ver crecer la hierba y los adultos y (muchos) ancianos que viven tienen a su disposición, y después de unos cientos metros de distancia social segura, kilómetros de caminos donde pasear sin juntarse nada más que con su sombra. Los líderes (parece que ausentes) de esa España vacía tienen que hacerse oír y argumentar que en muchos pueblos (ponga usted, ministro, el límite donde quiera, pero póngalo) el confinamiento no tiene más sentido que el de igualarnos a todos los españoles sin necesidad real de hacerlo. Y que no diga nadie que se trata de solidaridad con los que viven en las ciudades superpobladas porque, cuando volvamos a la normalidad, en ellas seguirá habiendo teatros, cines, bares donde elegir, restaurantes, museos, bibliotecas, universidades y un montón de cosas que nadie traerá a la España vacía en nombre de ninguna solidaridad.
¿Que digo esto porque me interesa? Claro, como todo el mundo. Pero llevo razón.