domingo, 8 de marzo de 2020

Vio llegar la tercera guerra


Vio llegar la tercera guerra. Una se acostumbra a todo, y hasta la guerra llega a ser una rutina. Una escucha las noticias, ve moverse por el barrio a los hombres y deduce que pronto se acabará la tranquilidad. La primera vez no llegó a creérselo hasta que escuchó cómo reventaba una finca que estaba a cincuenta metros de su casa. La segunda llegó a hacer acopio de alimentos hasta retrasar el hambre un par de meses. Ahora no estaba dispuesta a llevar a las niñas entre escombros para encontrar un refugio en algún lugar tan derruido que no despertara el interés de ningún obús.

Una noche le dijo a Dinara, la mayor, que, antes de dormir, pensara en media docena de cosas de las que no pudiera prescindir, y a la mañana siguiente, le pidió que las metiera en una mochila. Ella pensó por sí misma y por las gemelas, Fairuz y Helué, a quienes sus cuatro años no les daban para tanto, y compuso el resto sus equipajes.

Hacía mucho tiempo que las niñas ya no preguntaban por su padre, muerto en la primera guerra (o quizás murió un poco en esa y otro poco en la siguiente: ni ella misma estaba ya segura), y solo a Dinara le alcanzaba la edad para preguntar a qué sitio irían. ¿A visitar a los abuelos, quizás?

A que veáis un sitio donde las casas no tienen razones para derrumbarse, le dijo, mientras subían las tres en el Mazda que alguien ensambló antes de que pudiera pensarse que el siglo XX terminaría alguna vez. Salieron hacia el Este a la vez que el sol, que, como si les prohibiera la huida, les cegaba el camino en vez de mostrárselo, y a lo largo de la carretera comprendió que no había sido la única en presentir el desastre. Al llegar la noche, durmieron en una explanada convertida en un campamento de ambulantes.

Y al llegar el día siguiente, les alcanzó la guerra, una humareda que crecía a sus espaldas y decenas de vehículos militares que aparecieron en todas las direcciones. Y desorden, y nervios, y prisas y, por fin, un tapón, el extremo final de un tapón en cuyo otro extremo estaba la primera frontera.
Algún día hará memoria y recordará cómo atravesó esa y cómo la siguiente. O sea, cómo fue perdiendo todo lo que había sacado de su casa. El coche, su maleta, las de las niñas, el dinero que había recogido y escondido vanamente en bolsillos y faltriqueras, la mitad de su peso, la ilusión, la dignidad, las ganas para seguir adelante. Y, sin embargo, cada mañana caminaba más deprisa que los demás, cargando por turno a las gemelas y tirando de la mayor, a la que recompensaba con una pizca de cualquier comida si no perdía la cuenta de la gente a la que adelantaban.

Caminaba por ellas, se humillaba por ellas, se defendía por ellas a dentelladas. Se hizo áspera, intransigente, violenta: no abunda el cariño en las filas de los que huyen hacia donde saben que no se les quiere. Ganó cada pelea por cada vaso de agua o cada pedazo de comida que estuviera en disputa y nunca las puso a ellas por delante, no las utilizó como argumento o como excusa.
Solo una vez cogió con sus dos manos a Helué, la alzó desde las axilas y se hizo gigante con ella. Dinara cargaba a su espalda a Fairuz y se agarraba al vestido de su madre con las dos manos crispadas sobre su vestido. Habían llegado a la playa y algo que parecía un barquichuelo estaba llenándose de gente. A unos centenares de metros podía verse un buque grande al que estaban llegando otras embarcaciones tan modestas como aquella.

Que era la última.

Algo le dijo que, si quería llegar a ese sitio donde los edificios no tienen razones para derrumbarse, tenía que alcanzar aquella embarcación, y por eso se abrió paso con Helué como estandarte, gritando como no se imaginaba que podía hacerlo y haciéndose un sitio entre la multitud que tenía delante sin calcular que las posibilidades que tenía de conseguir lo que quería no eran muchas.

Dentro de unos minutos, los refugiados que se hacinan en ese buque que acaba de atracar empezarán a bajar a tierra. Tengo frente a mí la fotografía del grito de esta mujer que alza a su niña por entre la multitud que aún tiene delante con la decisión irrenunciable de hacerla llegar hasta la barcaza donde cada vez quedan menos sitios. Su grito de rabia contrasta con el rostro inexpresivo de la niña y, en cambio, rima con el espanto que asoma en la cara de la mayor, que apenas se adivina a su espalda.

Tengo que saber si esa mujer consiguió subir. Apuesto a que sí.

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