Vio llegar la tercera guerra. Una se acostumbra a todo, y
hasta la guerra llega a ser una rutina. Una escucha las noticias, ve moverse
por el barrio a los hombres y deduce que pronto se acabará la tranquilidad. La
primera vez no llegó a creérselo hasta que escuchó cómo reventaba una finca que
estaba a cincuenta metros de su casa. La segunda llegó a hacer acopio de
alimentos hasta retrasar el hambre un par de meses. Ahora no estaba dispuesta a
llevar a las niñas entre escombros para encontrar un refugio en algún lugar tan
derruido que no despertara el interés de ningún obús.
Una noche le dijo a Dinara, la mayor, que, antes de dormir,
pensara en media docena de cosas de las que no pudiera prescindir, y a la
mañana siguiente, le pidió que las metiera en una mochila. Ella pensó por sí misma
y por las gemelas, Fairuz y Helué, a quienes sus cuatro años no les daban para
tanto, y compuso el resto sus equipajes.
Hacía mucho tiempo que las niñas ya no preguntaban por su
padre, muerto en la primera guerra (o quizás murió un poco en esa y otro poco
en la siguiente: ni ella misma estaba ya segura), y solo a Dinara le alcanzaba
la edad para preguntar a qué sitio irían. ¿A visitar a los abuelos, quizás?
A que veáis un sitio donde las casas no tienen
razones para derrumbarse, le dijo, mientras subían las tres en el Mazda que
alguien ensambló antes de que pudiera pensarse que el siglo XX terminaría alguna
vez. Salieron hacia el Este a la vez que el sol, que, como si les prohibiera la
huida, les cegaba el camino en vez de mostrárselo, y a lo largo de la carretera
comprendió que no había sido la única en presentir el desastre. Al llegar la noche,
durmieron en una explanada convertida en un campamento de ambulantes.
Y al llegar el día siguiente, les alcanzó la guerra, una
humareda que crecía a sus espaldas y decenas de vehículos militares que aparecieron
en todas las direcciones. Y desorden, y nervios, y prisas y, por fin, un tapón,
el extremo final de un tapón en cuyo otro extremo estaba la primera frontera.
Algún día hará memoria y recordará cómo atravesó esa y cómo la
siguiente. O sea, cómo fue perdiendo todo lo que había sacado de su casa. El
coche, su maleta, las de las niñas, el dinero que había recogido y escondido vanamente
en bolsillos y faltriqueras, la mitad de su peso, la ilusión, la dignidad, las ganas
para seguir adelante. Y, sin embargo, cada mañana caminaba más deprisa que los
demás, cargando por turno a las gemelas y tirando de la mayor, a la que
recompensaba con una pizca de cualquier comida si no perdía la cuenta de la
gente a la que adelantaban.
Caminaba por ellas, se humillaba por ellas, se defendía por
ellas a dentelladas. Se hizo áspera, intransigente, violenta: no abunda el cariño
en las filas de los que huyen hacia donde saben que no se les quiere. Ganó cada
pelea por cada vaso de agua o cada pedazo de comida que estuviera en disputa y nunca
las puso a ellas por delante, no las utilizó como argumento o como excusa.
Solo una vez cogió con sus dos manos a Helué, la alzó desde
las axilas y se hizo gigante con ella. Dinara cargaba a su espalda a Fairuz y
se agarraba al vestido de su madre con las dos manos crispadas sobre su vestido.
Habían llegado a la playa y algo que parecía un barquichuelo estaba llenándose
de gente. A unos centenares de metros podía verse un buque grande al que
estaban llegando otras embarcaciones tan modestas como aquella.
Que era la última.
Algo le dijo que, si quería llegar a ese sitio donde los
edificios no tienen razones para derrumbarse, tenía que alcanzar aquella embarcación,
y por eso se abrió paso con Helué como estandarte, gritando como no se
imaginaba que podía hacerlo y haciéndose un sitio entre la multitud que tenía
delante sin calcular que las posibilidades que tenía de conseguir lo que quería
no eran muchas.
Dentro de unos minutos, los refugiados que se hacinan en ese
buque que acaba de atracar empezarán a bajar a tierra. Tengo frente a mí la
fotografía del grito de esta mujer que alza a su niña por entre la multitud que
aún tiene delante con la decisión irrenunciable de hacerla llegar hasta la
barcaza donde cada vez quedan menos sitios. Su grito de rabia contrasta con el rostro
inexpresivo de la niña y, en cambio, rima con el espanto que asoma en la cara de
la mayor, que apenas se adivina a su espalda.
Tengo que saber si esa mujer consiguió subir. Apuesto a que
sí.
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