Había decidido pasar el resto de la tarde navegando por una
página de entretenimiento; algo ligero después de terminar Guerra y paz.
Nada más entrar, un reclamo publicitario
saltó en la cabecera. Dona, decía. Dona y también tú serás un héroe.
No le gustó. Empezaba a sentir un rechazo casi físico cada
vez que escuchaba la palabra héroe. Demasiadas modas en el lenguaje.
Además, le parecía indigno recurrir a la vanidad del internauta. Sonaba a
chantaje, a una suerte de venta de indulgencias laicas: danos algo y esta tarde
también aplaudimos por ti.
Pero, por otra parte, admitía que el mensaje le recordaba
que podía hacer algo más que cumplir sin fisuras con su reclusión. Quizás su
nivel de sufrimiento estaba por debajo de la media del país, y eso, si bien
pasajeramente, ya le había producido cierta incomodidad alguna de aquellas
noches.
Decidió hacerlo. Donar. Pensó sobre la cantidad adecuada. No
podía ser una propina, pero tampoco una suma que indignara a Pablo Iglesias.
Encontró la fórmula: ingresaría la cantidad que no iba a gastar ese mes:
periódicos, cafés, algo de cine, un par de cenas, ya se sabe.
Los números que hizo arrojaron la cifra de trescientos
cincuenta euros. Esa era, se dijo, la cantidad que le costaba sentirse
satisfecho con su vida antes del apocalipsis. Le pareció justo que fuese lo que
le costara sentirse en paz con el mundo en tiempos del apocalipsis.
Fue entonces cuando el timbre empezó a sonar con la urgencia
de la catástrofe. Le invadió el miedo y, envuelto en él, se acercó a la puerta.
Había escuchado historias de robos, falsos agentes de esto y de lo otro
asaltando a personas que viven solas. Entreabrió la hoja y, como nadie le
mostró la navaja que casi se esperaba, la abrió del todo: una chica joven lo
miraba sin verlo. Vestía un pijama sobre el que algo que debía de ser vómito no
se había secado del todo. Balbuceaba palabras que no entendía. Tan pronto daba
un paso hacia adelante como se retiraba hasta apoyar la espalda en la pared del
descansillo.
Hasta que se derrumbó y se quedó sentada, sujetándose la
cabeza con las manos. Deliraba. Eso era la que hacía. Deliraba.
La chica era su vecina desde el mes de septiembre. No sabía
nada de ella, como hasta entonces no había sabido nada de ningún otro inquilino.
“En algunos casos, se pasa de estar bien a estar muy mal en apenas dos horas”, le
vino a la memoria algo que había leído sobre el virus. Así que eso era lo que
ocurría. La joven vivía sola, como él, y de pronto estaba viendo llegar el fin
de sus días. También había leído que en las personas de menor edad el bicho
pica poco, pero a veces lo hace con sevicia, y cabía pensar que se había cebado
con esa joven.
Al carajo. Entró en casa corriendo. Buscó la llave del
coche. Se calzó. Salió. Se arrodilló frente a la chica, metió el hombro derecho
en su estómago para que ella cayese sobre su espalda y acarrearla sujetándole
las piernas, la cargó, ¡cómo pesa un peso muerto!, y bajó al garaje por las
escaleras sin esperar al ascensor. Corrió como pudo hasta el coche, la dejo
caer con tanto cuidado como alivio en el asiento trasero y se lanzó al hospital
a toda velocidad.
Condujo como había visto de pequeño que se hacían estas
cosas, cuando las ambulancias eran vehículos exóticos: con la ventana bajada,
sacando por ella un pañuelo blanco y tocando el claxon intermitentemente y sin
descanso.
En algún momento se acordó -y se alegró- de que, antes de
coger la llave, hubiera pulsado Intro para decirle a Paypal que él
donaba. Sin heroísmos, pero donaba.
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