lunes, 13 de julio de 2015

Una pequeña pifia de la Naturaleza

 Hace días, apareció en mi jardín el pollo de una oropéndola. Nunca antes había visto un ejemplar así pero supe sin dudar de qué especie se trataba: de algo tiene que servir tener mucho tiempo la cabeza a pájaros.
     Lo vi por la mañana en un lugar fresco y resguardado que visitan durante el día decenas de volátiles de otras especies, menos de la suya, esquiva como pocas a disfrutar del magnífico equipamiento que tengo preparado a la veintena de tipos de aves que se solazan en mi predio. 
      Rápidamente me preocupé por su alimentación y le ofrecí unos trocitos de cereza que acogió primero con timidez y luego con hambrienta avaricia. Supuse que el pequeñín pasaría las siguientes horas en los alrededores umbríos de ese lugar protegiéndose del calor y esperando nuevas raciones de comida.
     Pero me equivoqué. El pollo decidió correr aventuras y no lo vi hasta el final del día, cuando lo descubrí en un lugar distante tras seguir el inconfundible piar con el que reclamaba alimento a la madre.
     A falta de oropéndola adulta, fui yo quien le obsequié con migajas de pollo fresco y una veintena de gusanos de pescador que se retorcían entre mis dedos y debían de cosquillearle por su diminuto esófago.
     Cuando estuvo ahíto, se escondió de mis dedos monstruosos tras una rama en la que debía de sentirse protegido de su benefactor y yo supuse que al día siguiente volvería a encontrarlo por ese suburbio de mi jardín.
     Pero me equivoqué de nuevo. El pollo decidió trasladarse al jardín de mi vecino. Desde las primeras luces de la mañana siguiente empecé a escuchar cómo, desde el otro lado de la valla, reclamaba comida y lo hacía con las renovadas energías que le había proporcionado mi dedicación a su supervivencia. 

     Supe que los padres lo tenían localizado, como supe que por sí solos no serían capaces de sacarlo adelante. Cuando lo visitaban lo hacían con un estrépito descomunal que duraba quince o veinte interminables minutos. La oropéndola dispone a la vez de un canto melodioso y de un chirrido como de córvido irritado, y era éste el que usaban cada vez que se acercaban al bebé. No sé si le echaban la bronca por haberse perdido o trataban de expulsar de su lado a los posibles enemigos, pero si lo primero es una estupidez propia del pensamiento humano, lo segundo era inútil porque apenas iban dos veces al día y aquel pollito feo pero de simpático comer se pasaba muchas horas expuesto al calor, los gatos y el hambre, y era evidente que  no podría sobrevivir con un par de saltamontes diarios: uno en el desayuno y otro en la cena.
     Su reclamo, en fin, fue debilitándose hasta perderse, un par de días después. La última vez que escuché que la oropéndola se acercaba, sus chirridos estridentes se me antojaron los llantos de una madre que había perdido a su hijo. 
     Si el pollo hubiera decidido quedarse donde lo descubrí, todos habríamos ganado. Él, trocitos de cereza, de pollo, gusanos frescos, buchitos de agua limpia cada día. Seguiría vivo y cada vez más fuerte. Los padres, que lo habrían localizado en mi jardín como lo hicieron en el del vecino, estarían satisfechos por cómo les crecía la criatura a pesar de sus rácanas aportaciones alimenticias y dentro de unos días podrían haberle enseñado a volar, cazar saltamontes y emigrar adonde quiera que vayan. Yo, en fin, habría seguido con curiosidad científica su crecimiento y lo habría documentado con algunas decenas de fotografías. Incluso me las habría ingeniado para hacer a escondidas un auténtico «book» a la oropéndola adulta, que la muy pájara podría haber presentado en cualquier concurso para ídems...
     En fin, nada ha sido así. La naturaleza no se ha comportado esta vez con sabiduría.


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