Lo que comprendí ya hace dos años se está convirtiendo en una
realidad de pesadilla, porque no otra cosa sino una pesadilla es ver cómo me está
atrapando el tiempo a pesar de que no dejo de correr para que no me sepulte
bajo el peso de sus nuevas costumbres, sus nuevos hábitos, sus nuevos pensamientos.
Hace algunas semanas tuve constancia de que estudiantes de universidad
habían manifestado su indignación (no mero descontento) por el contenido de un
informe de evaluación global que redacté sobre ciertos trabajos sobre los que debía
pronunciarme.
Anclado en los viejos tiempos, me dio por suponer que, puesto
que el tema era la educación sexual, la protesta debía de provenir de algún
estudiante que en su discurso se había manifestado católico ortodoxo y, por lo
tanto, contrario a según qué cosas (casi todas, supongo) de las que se producen
de cintura hacia abajo.
Pero no. Me equivoqué.
La indignación, que no descontento, provenía de un número
desconocido, pero quizás no pequeño y, en todo caso, mayor de lo que yo creía
que era el sentido común, de mujeres (estudiantes) que se quejaban porque mi punto de vista sobre
la educación sexual era parcial, opresor, heredero de los tiempos oscuros del
franquismo y evidentemente machista.
Mi punto de vista es que la educación sexual deben recibirla
hombres y mujeres, desde la fisiología de las partes hasta el universo insondable
de los sentimientos, pasando por todos y cualquier otro tema que se quiera:
anticonceptivos, gustos y disgustos, placeres, fetiches, ascenso y ocaso de la
libido…
Mis antagonistas sostenían lo contrario. Uno: la mujer ha
sido oprimida por el hombre desde la noche de los tiempos. Dos: la ausencia de
educación sexual es una de las manifestaciones de la opresión. Tres: la liberación
de la mujer pasa porque sea ella la única receptora de la educación sexual.
Lo escribo y me sigue pareciendo un disparate. Pero las
palabras están en mi correo electrónico, el mismo que algún día habrá de
tragarse una tormenta magnética. Y siento que quienes las defienden son mayoría,
que en este asunto me he quedado atrás. Que pertenece al pasado creer no ya que a la
igualdad se llega con igualdad, sino que en cosas de dos inútil es dejar fuera a uno.
Durante muchos años sentí que estaba en la cresta de la ola,
que era un hombre de mi tiempo, que mi pensamiento era congruente con el del
mundo en el que vivía, que alzaba la vista y veía el mundo con claridad. Después
de este episodio, siento que estoy navegando en el valle de la ola, escondido, que
estoy a punto de ser aplastado por la masa de agua que tengo encima cuando
pierda su inercia, que cuando alzo la vista veo la cortina de agua que cae
delante de mí, una lente imperfecta a través de la que solo veo
un mundo desdibujado que ya no me pertenece.
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