En el Doyles Corner se pegan las suelas de los zapatos y se habla Inglés  desde el «gudívinin», sin que lo uno tenga que ver con lo otro, al  menos necesariamente. Un hombre orquesta interpreta «The Gambler» y en  la terraza fuman dos docenas de británicos entre un aplauso desganado y  el siguiente. Un calvo fibroso con perilla entrecana me sirve el café en  un tazón, me pregunta si tengo suficiente y mira con nostalgia los  vasos de las pintas. Cuatro cuarentonas con el pelo color paja de avena  las unas y de cebada las otras trasiegan cerveza con la soltura de una  cuadrilla de seguidores de la Carlin y periódicamente reponen el carmín  que se les deshace en la cerveza. Tienen la piel como un trozo de pan  olvidado en la tostadora, visten gasas y leopardos a partes iguales, y  hablan -por lo que se tocan- de los trucos para esquivar al sobrepeso y a  la ley de la gravedad. Mi apariencia latina no les interesa, y bien que  me extraña, me digo, cuando una madre, una hija que para evitarle  viajes parece haber sido dos de golpe y su novio, un «hooligan»  rubicundo con una puñalada en el bíceps, me piden unas sillas y lo que  hacen es sentarse a mi mesa. Dar la mano y tomarse el brazo se le llama a  eso, y también a ver si mejoras tu inglés, gilipollas. Molesto, me voy  al fondo a la derecha y pienso qué porción del negocio de esta taberna  del Buda se queda en nuestro PIB. En la trastienda una caja de «onions»  me ayuda a rebajar los cálculos y cuando vuelvo sonrío con donosura a  mis invasores y les digo que os jodan que el sábado os vamos a ganar el  partido. Bye, sonríen los tres, y pienso que también ellos tienen que  mejorar su segundo idioma.
 
 
¿Todavía te sigues peleando con el inglés?
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