Publicada en El Día de Castilla-La Mancha el 10 de marzo de 2013, dia de su cierre.
Cuando desayuno fuera de casa, lo hago en un bar que tiene en la barra cinco ejemplares de El Día de Castilla-La Mancha, dos de otros tantos periódicos deportivos y uno de El País. Me tomo un café con leche con dos churros y leo El País.
Lo hago por varias razones, una de ellas porque los periódicos locales
suelen estar ocupados. Eso incluso después de que, con los últimos
cambios, la clientela se queje de que no hay quien lo entienda o que a
ellos qué les importa lo que pasa en Villarrobledo. Incluso después de
que, con los últimos cambios, no se publique la foto del equipo de
alevines del barrio o el nombre de los mil corredores de la última
carrera popular.
Me pregunto con qué se entretendrá a partir de mañana la parroquia,
por lo menos hasta que el propietario del bar invierta el dinero de las
suscripciones de El Día en más ejemplares de la prensa deportiva.
Lo que siento es no poder contárselo a ustedes el próximo viernes,
aunque les ofrezco el primer tema de la conversación de la semana: ¿cómo
hacemos ahora tiempo en el bar si no tenemos el periódico?
He conocido a pocos lectores que hablasen bien de El Día. Yo
creo que a todo el mundo le parecía un mal periódico. Pero todos los
leían, y no hay en ello ninguna paradoja. Por un lado, somos de esos a
los que le cuesta admitir el valor de lo que se hace aquí, esa parte de
nuestra idiosincrasia que tanto ha llamado la atención a los viajeros
que han venido a este país. Por otro lado, la noticia local es muy
importante. Aunque las decisiones que se tomen en Bruselas sean más
importantes para nuestras vidas que las disputas internas del PSOE, es
esta noticia la que vende periódicos de tirada nacional y no aquella.
Por la misma razón, el lector pefiere conocer antes lo que dice la
prensa del granizo que ayer mismo lo descalabró mientras iba hacia su
casa que la confesión más morbosa que se le ocurra hacer a Bárcenas.
Esa ha sido hasta hoy mismo la fuerza El Día, sus lectores.
Que somos todos, pero todos. Lo que pasa es que a ningún periódico lo
mantienen sus lectores sino sus anunciantes y el poder político, que
tiene su báscula de pesar la fuerza de los lectores y la posibilidad de
mantener a los medios o dejarlos caer, según el resultado de ese pesaje.
Desde hace semanas, El Día ha denunciado la persecución del
poder político de nuestra región, cuya deuda, sumada a la que
seguramente le dejó el gobierno anterior, le habrían permitido
mantenerse un tiempo más en los kioscos, hasta ver si escampaba. Pero el
gobierno del PP da muestras repetidamente de que el respeto a la
libertad de expresión no es exactamente su fuerte y parece más que
probable que hoy algunos dirigentes locales, provinciales y regionales
se complazcan con una sonrisa miserable al ver el triste resultado de su
decisión.
Mas no debemos quedemos en este hecho. En los últimos dos o tres
años han desaparecido un semanario y otro diario. De tener tres
cabeceras, la ciudad ha pasado a tener ninguna, internet aparte. Y eso
es un fracaso de la sociedad conquense, no solo de sus políticos. Como
cada empresa que ha cerrado antes y como cada una de las que cierren
después. Como cada pequeño y cotidiano desastre al que nos vamos
acostumbrando mientras nos enmimismamos en peñas y cofradías. Los
lectores de El Día del bar donde desayuno se acostumbrarán a leer Marca, As o incluso El País, de forma que en apariencia sus vidas no habrán cambiado mucho. Pero lo cierto es que sí, aunque no se den cuenta.
Hace cierto tiempo mencioné en una de mis columnas que desde el
nacimiento de Castilla-La Mancha, Cuenca ha sido la capital de provincia
cuya población ha crecido menos. Diez puntos menos. Sin duda, podemos
decir que no nos va muy bien con los gobiernos de la región. Pero
también cabe preguntarnos cómo nos va con nosotros mismos. No voy a
adular a Santiago Mateo, pero debemos admitir que es un empresario
singular, al menos porque ha sido capaz de extender su negocio por toda
la región. Pero singular quiere decir uno. Solo uno. Estoy seguro de que
al propio Santiago le encantaría no ser casi una extravagancia sino uno
entre muchos cientos de empresarios como él en esta ciudad. De ser así,
hoy no sería el último día de El Día y no tendría sentido, como parece que cada vez lo tiene más, decir eso de «el último que salga, que apague la luz».
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