Me siento junto a una mesa
ocupada por dos japoneses, presuntamente marido y mujer. No hay otra mesa libre
en la terraza y, naturalmente, no soy xenófobo. Me hubiese sentado allí aunque
mis vecinos fuesen indios sioux.
Muy pronto he sacado de la
mochila el libro que estoy leyendo y me he dispuesto a seguir con la faena.
Hace tiempo que superé el conflicto interno que ataca a los turistas que,
cuando se sientan derrotados después de horas de caminar, tienen mala
conciencia por las calles que están dejando de pisar o los museos locales que
no están visitando. Así que empecé a leer con la intención de no dejarlo hasta
que me doliesen los ojos o los riñones. O hasta que terminase el libro, una
novela negra de las que tanto me gustan en verano.
Lo que ocurriese antes.
Pero lo primero reseñable que
ocurrió fue que el japonés alzó los brazos como si su equipo favorito hubiese
metido un gol y acompañó el gesto con un bostezo como los de la señora Gregoria
de mi infancia, capaces de atravesar cuatro tabiques para colarse a la cosa
contigua y a la siguiente. Sorprendido por esa forma descortés de arrancarme de
mi lectura, lo miré con el descaro suficiente para mostrarle mi desaprobación, pero
el asiático me ignoró, mostrándome a su vez que yo se la traía floja.
Seguramente, en su cultura aquel
gesto no era reprobable.
Volví a la lectura, un poco
molesto por la compañía, pero recuperé mi preocupación por el quebranto
interior de Rachel, la protagonista alcohólica de mi novela. No duró mucho, sin
embargo, porque el japonés, tras madurar la tónica que se había tomado, eructó
como un campeón del mundo de la especialidad y atrajo sobre sí mi mirada
atónita, la de toda la terraza e incluso la de Ronda entera, ciudad muy hecha a
recibir viajeros del antiguo Cipango.
No quiso la esposa quedarse atrás
y apenas había yo terminado el breve capítulo donde me había quedado, se
despachó con la misma naturalidad que el marido y subrayó que en lo tocante a sonidos
corporales, las japonesas han conquistado plenamente la igualdad entre los
sexos.
A esas alturas en la terraza del bar solo
quedábamos ellos y yo, no descarto que como consecuencia de su estrategia de
limpieza étnica. De fuera vendrán que de
casa nos echarán, recordé escuchar durante mi infancia, y no estaba yo
dispuesto a que España entera claudicase, así que en ese punto abandoné la
lectura y me dediqué a refugiarme en mi interior y encomendarme a él, si bien
no a la manera que hicieron los místicos sino en otra mucho más prosaica,
aunque igual de difícil.
La introspección tuvo éxito y,
llegado el momento, guardé el libro en mi mochila, me incorporé, sonreí a mis
vecinos y me acerqué lo suficiente hasta rozar su mesa y dejarles sobre ella un concierto de viento que esperé
que pudieran apreciar no solamente con los oídos.
“Cuestión de culturas” les habría
explicado si hubiese hablado japonés.
Así me gustan mis conciudadanos, sin complejos, seguro de su territorio y posibilidades de respuesta a un ataque. Con soldados como tu no habríamos perdido las colonias ni demás ambages culturales. Una pena no reprodujeras mayormente la tierra que nos vio parir. Aún te veo mozo y con buenos..., pulmones. No fajes. Abrazos en la distancia, y no por el trueno, sino por los kilómetros. Un placer.
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