miércoles, 27 de abril de 2016

El primillar


El otro día estuve en un primillar. El nombre es rimbombante, pero la realidad es más prosaica: consiste en un tejado viejo donde anidan unas decenas de cernícalos primillas. Desde joven, profeso una admiración sin cuento por las rapaces. De lo contrario, ver cómo éstas se meten por los huecos de las tejas como si fueran reptiles me hubiese supuesto una cierta decepción. En cambio, mediando mi predisposición, me pareció un espectáculo encantador ver a un macho asomarse por un agujerito del tamaño de un par de monedas de dos euros como el que mira a ver si llueve o quién pasa por la calle.

Cuando llegué al primillar, los cernícalos ya estaban emparejados. Ignoro cómo se eligen entre sí machos y hembras, dado que los ejemplares son idénticos unos de otros, pero los asiáticos nos parecen muy parecidos a los occidentales y seguro que al revés; o sea, que no dudo de que entre los animales existan diferencias de carácter y aun de físico que solo entre ellos pueden reconocer.

Las parejas permanecen juntas y pasan la mañana haciendo nada. Algún macho se escapa unos segundos y se va de picos pardos donde hay una hembra soltera o que se ha quedado sola mientras su pareja buscaba algún saltamontes con el que calmar la gusa. Pero eso no es lo normal. Los machos están callados todo el tiempo y, a su lado, las hembras no dejan de emitir un trino agudo y persistente. En cierto momento, el trino se hace más agudo, menos intermitente, más poderoso, más urgente. Tiene todo el aspecto de una llamada perentoria. Una orden. ¡Manolo, ven aquí ahora mismo!

En ese momento, el macho se sube a lomos de la hembra y copula con ella durante unos segundos. Los que ella decide. Pasado ese tiempo, que varía mucho de unas hembras a otras (puede ser el doble) pero que parece muy semejante en el mismo ejemplar, ella gira la cabeza y le dice «basta» con una caricia de su pico. Si el macho no se da por aludido, la caricia se convierte en intento de picotazo (¡que te he dicho que me dejes en paz!), así que más pronto que tarde, obedece y descabalga. 

Un poco después, pero no mientras aloja al macho, porque en ese tiempo sigue trinando con insistencia febril, la hembra sufre un escalofrío que se traduce en un tremolar de plumas, un ¡ay! qué gusto o algo parecido. Para entonces, el varón está junto a ella, impasible como hace un rato, esperando a que, dentro de unos diez minutos, ella vuelva a exigirle que cumpla como un hombre y él obedezca, como corresponde a todos los seres de su mismo género.


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