
    Casi para sorpresa mía desde hace algunos meses, vive en mi casa un 
gato, doce años después de que una felina me instruyese sobre el modo de
 convivir con esta especie.
    Llevo unos días de rodríguez y yo no he alterado en 
absoluto mi relación con el animal, que consiste en no hacerle ni caso, 
salvo cuando le pongo unos puñados de pienso después de que
    maúlle y me mire desde su corta estatura. Sin embargo, él sí se ha 
transformado, yo diría que contra todo pronóstico, y, si bien durante 
todo el día me ignora como yo a él, por las mañanas
    muestra un comportamiento realmente notable.
    Un poco antes de la hora en la que habitualmente me despierto, sube a
 mi cama, me pisotea suavemente con sus zarpas almohadilladas y acerca 
su rostro hasta mi cara. Su aliento ligero y el
    cosquilleo de sus vibrisas sobre mi piel me obligan a abrir los 
ojos, y me encuentro con los suyos de pupilas grandes como cuevas 
grandes que me miran sin que yo sepa buscando qué.
    En cuanto siente que lo miro, el animal ronronea (lo que parece que 
significa que está a gusto) y se deja caer sobre mi pecho, y si cojo el 
libro para leer el capítulo que dejé anoche a medias,
    se arrastra un poco y lo empuja con su cabecita insistentemente para
 que lo suelte y emplee mis manos en acariciarle el cuello o, bien, esa 
parte que en la merluza llamamos cocochas y que tan
    lejos está en la anatomía humana de los sitios que realmente nos 
gusta que nos acaricien.
    Así pasamos un buen rato, lo que significa aquí que es duradero y 
que es agradable. Y cuando me canso de hacer de acariciador de gato y 
decido levantarme, el bicho se pone a cuatro patas, salta
    al suelo y corre apresurado fuera del dormitorio como para guiarme 
hacia el siguiente destino. Así lo deduzco porque lo veo mirar hacia 
detrás, como para asegurarse de que lo sigo, y cuando
    llegamos al lugar donde tiene su cuenco de comida inicia el breve 
rito de maullar y mirarme desde su corta estatura.
    Me permito asegurar que en su carrera hacia la comida es feliz a la 
manera en la que sean los gatos, quizás de forma parecida a como lo 
somos nosotros a la entrada del restaurante. Pero también
    lo es durante los minutos previos, los únicos el día en que cada uno
 de nosotros parece ser consciente de la existencia del otro.
    Y lo que más me llama la atención es que el bicho antepone el placer
 del afecto, a la manera en que lo vivan los gatos, al de la 
satisfacción del apetito, porque, de lo contrario, cuando va a mi
    cama maullaría en lugar de acurrucarse sobre mí.
    Nada más sorprendente podía pasarme en mi pequeño reposo de rodríguez que enterarme de que para los gatos sentirse queridos unos minutos puede ser más importante que llenar la panza, al
    menos cuando la experiencia les dice que el estómago no pasará grandes penurias.
 
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