viernes, 17 de marzo de 2017

Salir corriendo

Es sorprendente el montón de maneras en que los artistas han imaginado un cuerpo muerto en una cruz, alguna verdaderamente retorcida. Y es decididamente deprimente recorrer las salas de un museo repletas de odas a la muerte. Decenas de crucifixiones, todas ellas distintas, repartidas en las paredes, en vitrinas, mostradas exentas incluso; hechas en madera, en pintura, en marfil; con colores y sin ellos; con el cuerpo vestido y desnudo… A los cristos les sumamos los rostros transidos de dolor de los acompañantes del Gólgota; las escenas espeluznantes de martirios; las lágrimas de vírgenes y santas; las matanzas de inocentes; los rostros severísimos y ancianos de apóstoles y otros personajes bíblicos.

Los museos de arte católico (los museos, vamos) son una inyección de pesimismo, una negación de la vida, la mejor prueba de lo que es una religión contra la vida por más que la Teología insista en que la Muerte por excelencia se produjo para darnos la vida a los demás (quien lo entienda, que lo compre).


 Mis dos últimas salidas turísticas han tenido como destino ciudades castellanas, donde es mayor la reciedumbre de la versión más castrante de la religión, y a pesar de mi interés mediano por la Historia del Arte, del último museo salí corriendo, despavorido, harto de esa muerte al por mayor repartida en centenares de metros cúbicos de espanto.

A la salida, el aire frío de marzo transportaba los acordes de una sub-música de cornetas y tambores y, aun temiendo lo que me iba a encontrar, acudí hacia ella con la mansedumbre del turista que no puede perderse el espectáculo que se le sirve en la calle, sea cual sea.

Y de nuevo me encontré con otro cuerpo sangrante subido a una peana. Lo rodeaban gente que parecía convencida de estar ejecutando cosas muy importantes, como hacer que el teatrillo ambulante cambiase de calle sin estamparse con una esquina, grabar el paseo, cargar con más cristos portátiles, estar triste, desfilar con el pecho henchido…

Me di cuenta entonces de que en las esquinas de las calles había pegados azulejos con más cabezas ceñidas por coronas de espinas, estampas de santos llorosos, otros mártires ensangrentados. De pronto me vi rodeado por edificios encargados y pagados por los patronos de todo ese relato, cuyos muros hacen referencia a los mismos episodios terribles, y finalmente me pareció que toda la ciudad era un gran escenario de lo gore.

Corrí hacia el hotel, temiendo de pronto que se me echasen encima los monstruos horrísonos que salían de los aleros, que me alcanzasen los instrumentos de tortura, que las escaleras con sudarios anudados a los peldaños me obstaculizasen el camino, que me persiguiesen procesiones de santas rezando letanías monótonas y angustiosas. 

Hice la maleta de cualquier manera (como siempre) y, cuando anochecía, me subí al coche y me fui de la ciudad. He prometido no volver a la vieja Castilla por lo menos en una década. Me da miedo.

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