Es sorprendente el montón de maneras en que los artistas han imaginado un cuerpo muerto en una cruz, alguna verdaderamente retorcida.
 Y es decididamente deprimente recorrer las salas de un museo repletas 
de odas a la muerte. Decenas de crucifixiones, todas ellas distintas, 
repartidas en las paredes, en vitrinas, mostradas exentas incluso; 
hechas en madera, en pintura, en marfil; con colores y sin ellos; con el
 cuerpo vestido y desnudo… A los cristos les sumamos los rostros 
transidos de dolor de los acompañantes del Gólgota; las escenas 
espeluznantes de martirios; las lágrimas de vírgenes y santas; las 
matanzas de inocentes; los rostros severísimos y ancianos de apóstoles y
 otros personajes bíblicos.
Los
 museos de arte católico (los museos, vamos) son una inyección de 
pesimismo, una negación de la vida, la mejor prueba de lo que es una 
religión contra la vida por más que la Teología insista en que la Muerte
 por excelencia se produjo para darnos la vida a los demás (quien lo 
entienda, que lo compre).
 Mis
 dos últimas salidas turísticas han tenido como destino ciudades 
castellanas, donde es mayor la reciedumbre de la versión más castrante 
de la religión, y a pesar de mi interés mediano por la Historia del 
Arte, del último museo salí corriendo, despavorido, harto de esa muerte 
al por mayor repartida en centenares de metros cúbicos de espanto.
A
 la salida, el aire frío de marzo transportaba los acordes de una 
sub-música de cornetas y tambores y, aun temiendo lo que me iba a 
encontrar, acudí hacia ella con la mansedumbre del turista que no puede 
perderse el espectáculo que se le sirve en la calle, sea cual sea.
Y
 de nuevo me encontré con otro cuerpo sangrante subido a una peana. Lo 
rodeaban gente que parecía convencida de estar ejecutando cosas muy 
importantes, como hacer que el teatrillo ambulante cambiase de calle sin
 estamparse con una esquina, grabar el paseo, cargar con más cristos 
portátiles, estar triste, desfilar con el pecho henchido…
Me
 di cuenta entonces de que en las esquinas de las calles había pegados 
azulejos con más cabezas ceñidas por coronas de espinas, estampas de 
santos llorosos, otros mártires ensangrentados. De pronto me vi rodeado 
por edificios encargados y pagados por los patronos de todo ese
 relato, cuyos muros hacen referencia a los mismos episodios terribles, y
 finalmente me pareció que toda la ciudad era un gran escenario de lo gore.
Corrí
 hacia el hotel, temiendo de pronto que se me echasen encima los 
monstruos horrísonos que salían de los aleros, que me alcanzasen los 
instrumentos de tortura, que las escaleras con sudarios anudados a los 
peldaños me obstaculizasen el camino, que me persiguiesen procesiones de
 santas rezando letanías monótonas y angustiosas. 
Hice la maleta de cualquier manera (como siempre) y, cuando anochecía, me subí al coche y me fui de la ciudad. He prometido no volver a la vieja Castilla por lo menos en una década. Me da miedo.
Hice la maleta de cualquier manera (como siempre) y, cuando anochecía, me subí al coche y me fui de la ciudad. He prometido no volver a la vieja Castilla por lo menos en una década. Me da miedo.
 


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