Me pregunto qué pasaría en este país si en lugar de ponerle todos
los días el micrófono al capitán del equipo que acaba de hacer historia, la
hizo la semana pasada o está a punto de hacerla en las próximas horas, las
televisiones hicieran un fundido a blanco. ¡Cómo amaríamos el silencio! O qué
pasaría si para hablar de valores invitaran las televisiones a intelectuales y no a tuercebotas. A lo mejor, no
se depreciaba el sentido de esa palabra, que está llamada a ser arrastrada hasta
el desgarro de ahora en adelante por platós, vestuarios y zonas mixtas. O qué pasaría si el fútbol fuese solo un espectáculo
donde se meten goles (o no) y no el contenido de tratados enciclopédicos no
menos interesantes que el sabor y el color del agua. O si nos beneficiaríamos
todos de que existiese un código
deontológico que impidiese llamar a esto periodista.
A lo mejor, a la gente no le daba por pegarse con los contrarios, o le daba
menos. O a lo peor tampoco, vete a saber. O qué ocurriría si los medios
compitieran por imponer un lenguaje elegante o, por lo menos, por huir de la
ramplonería que les hace ser calcos unos de otros de la misma pobreza
idiomática. ¡Ay!, si volvieran los bellísimos tiempos en los que la información
deportiva era un apéndice del informativo y no al revés, uno podría desayunar sin
escuchar horrores de sintaxis, sin preguntarse en qué asignatura de Periodismo
se enseña a hacer preguntas estúpidas y sin echar de menos la carta de ajuste,
aquella cartulina que te avisaba de que todavía no se había abierto el mundo,
que todavía podías descansar y estar un rato más contigo mismo.
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