El bullicio que asociamos a la vida urbana está muy relacionada
con el comercio. En las ciudades del Tercer Mundo con el comercio callejero de
objetos baladíes y en las del mundo desarrollado con el comercio organizado en
tiendas y almacenes luminosos y atractivos.
Si eso es realmente así, sospecho que la del futuro será una
ciudad casi vacía, ocupada solamente por los trabajadores en tránsito y los
niños que van camino de los colegios y de los parques. El resto serán furgonetas
de empresas de mensajería repartiendo paquetes.
El comercio electrónico crece sin parar. Cada vez quedan
menos personas reticentes a mandar al
más allá los datos de su cuenta corriente,
de manera que crece el número de quienes se abren a una experiencia nueva. El
placer de darse un paseo para ver un puñado de escaparates se sustituye por el
de visitar tiendas virtuales, casi infinitas. Aquí los objetos no se pueden tocar pero aparecen mucho
más deseables. Vestidos o relojes se presentan de forma lujuriosa, sin los
ruidos con que la realidad los contamina, y el efecto visual de la cartelería o
el escaparatismo es sustituido con ventaja por las cuidadas presentaciones que
consigue la electrónica.
El otro placer de la compra, el de hacerse con el objeto más
barato de la ciudad, es sustituido por el mucho mayor de comprar el objeto más
barato del mundo. No de la ciudad ni del país, sino del orbe. Cada cuarto de
hora recibo un aviso en el móvil de que un nuevo miembro se ha añadido a un
foro donde se discute el hallazgo de un tienda que vende productos electrónicos
a un precio al que posiblemente los minoristas españoles no puedan comprar las tabletas que venden en sus tiendas.
El privilegio, en fin, del arrepentimiento, que han
conseguido los consumidores cuando han alcanzado el estatus de grupo y, por lo
tanto, la capacidad de presión, está garantizado por ley en el comercio
electrónico y los grandes distribuidores hacen sentirse reyes a los compradores
cuando ponen en la puerta de su casa a un transportista que se lleva gratis
aquello que adquirieron la semana pasada y ahora no les gusta.
La conjunción de los tres fenómenos -disfrutar con la compra
de un objeto por el que nos sentimos atraídos, hacerlo a un precio inmejorable
y conservar la posibilidad de la devolución sin dar explicaciones- convierte en
irrelevante el hecho de no poder poseer de inmediato el objeto por el que nos
sentimos atraídos.
No obstante, las grandes empresas de distribución acortan
esos tiempos de forma acelerada y veinticuatro horas es tiempo suficiente para que una
cadena de reloj viaje de una punta a otra de España y cinco días para que
llegue desde el Lejano Oriente.
No quedan muchas razones para lanzarse a la calle a comprar.
El comerciante con capacidad de torcer la voluntad del más tacaño hace ya mucho
que desapareció. Los conocimientos que puede ofrecer un vendedor experto no son
superiores a los que posee un consumidor que sepa leer y se entretenga en
consultar las especificaciones de un producto mientras toma un café en el sofá
de su casa. Las grandes firmas empujan al comprador a comprar desde casa
abriendo nuevas divisiones y publicitando en sus tiendas físicas su comercio
virtual.
Apenas quedan sectores que puedan quedarse al margen de esta
corriente y, sin duda, antes o después se sumarán y desaparecerán lo que ahora
parecen obstáculos enormes.
La nueva ciudad está a la vuelta de la esquina. Si las
empresas de mensajería sustituyen las furgonetas por los drones estaremos más
cerca de ese futuro que imaginábamos el siglo pasado, cuando creíamos que el
progreso vendría montado en coches
voladores.
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