Existe un programa en la televisión pública que trata de subirnos el ánimo, o
al menos así me lo parece. Su objetivo es mostrar ejemplos de nuestra industriosidad, ingenio y
competencia empresarial. Emitido a la vez que los informativos dan
cuenta de continuos despidos masivos y del cierre de empresas míticas de
nuestro panorama empresarial, el programa es algo así como subrayar el
jugadón que hizo el defensa central en el medio campo durante aquel partido que perdimos por
cero a cinco. Pero comprendo que el gobierno trate de subir la moral de
la tropa a pesar de las apariencias.
En un punto intermedio vi un programa en el que cuatro o cinco inversores escuchaban la propuesta de un -a la moda- emprendedor y en un par de minutos decidían si lo dejaban a su suerte o le daban unos cuantos miles de euros para seguir adelante. Como programa me pareció buenísimo porque, a diferencia de otra suerte de «realities», en éste el ritmo era muy vivo. Como muestra del tiempo en el que vivimos me pareció mucho peor. Ver cómo los nervios hacen sudar como un pollo mojado a un tipo convertido de pronto en un pobre diablo que confía toda su suerte a que su idea le parezca buena a cualquiera de los ricachones que lo miran con suficiencia y cierta compasión, me produjo un cierto vacío en el estómago y un desagradable desasosiego de espíritu que me acompañó toda la noche.
Pero el punto álgido del uso denigrante de la televisión es el programa que vi ayer por la tarde. En él una madre con un hijo enfermísimo, una madre de cuatro hijos y un joven que acaba de tener a su primero, por ese orden, se avinieron a mendigar en público la ayuda de la audiencia. La presentadora subrayaba por convicción o por imperativos del guion la importancia de la solidaridad cada vez que algún espectador (muchos de ellos jubilados) contribuía con doscientos, mil o tres mil euros, a paliar la pena de estas personas, desprotegidas por la crisis que ninguna de ellas había provocado.
No sabría decir qué protagonista vivía una situación más dramática pero me encogió el alma la madre que ayer era una superventas y hoy lloraba avergonzada por tener que aceptar a cara descubierta ciento cincuenta euros de comida de una desconocida conmovida por su siutación.
En un punto intermedio vi un programa en el que cuatro o cinco inversores escuchaban la propuesta de un -a la moda- emprendedor y en un par de minutos decidían si lo dejaban a su suerte o le daban unos cuantos miles de euros para seguir adelante. Como programa me pareció buenísimo porque, a diferencia de otra suerte de «realities», en éste el ritmo era muy vivo. Como muestra del tiempo en el que vivimos me pareció mucho peor. Ver cómo los nervios hacen sudar como un pollo mojado a un tipo convertido de pronto en un pobre diablo que confía toda su suerte a que su idea le parezca buena a cualquiera de los ricachones que lo miran con suficiencia y cierta compasión, me produjo un cierto vacío en el estómago y un desagradable desasosiego de espíritu que me acompañó toda la noche.
Pero el punto álgido del uso denigrante de la televisión es el programa que vi ayer por la tarde. En él una madre con un hijo enfermísimo, una madre de cuatro hijos y un joven que acaba de tener a su primero, por ese orden, se avinieron a mendigar en público la ayuda de la audiencia. La presentadora subrayaba por convicción o por imperativos del guion la importancia de la solidaridad cada vez que algún espectador (muchos de ellos jubilados) contribuía con doscientos, mil o tres mil euros, a paliar la pena de estas personas, desprotegidas por la crisis que ninguna de ellas había provocado.
No sabría decir qué protagonista vivía una situación más dramática pero me encogió el alma la madre que ayer era una superventas y hoy lloraba avergonzada por tener que aceptar a cara descubierta ciento cincuenta euros de comida de una desconocida conmovida por su siutación.
Me parece una indignidad utilizar la televisión de esa manera. No
es solidaridad. Es hacer espectáculo de la angustia de personas a las
que alguien ha hundido y sigue y seguirá libre como los pájaros. El mismo día en el que se publicaba que viente
personas poseen tanta riqueza como la quinta parte más pobre del país,
esto es, como mínimo, confundir el culo con las témporas. A la gente no se la saca adelante con la generosísima caridad de un puñado de
jubilados sino con una política que a lo mejor hoy no cabe en ningún
programa electoral pero que cada vez hace más falta.
Como mínimo, se necesitan unos políticos que no se sientan presos de los poderes económicos, como están los nuestros. Y no lo digo yo, sino Intermon, que no es exactamente una horda de marxistas.
Como mínimo, se necesitan unos políticos que no se sientan presos de los poderes económicos, como están los nuestros. Y no lo digo yo, sino Intermon, que no es exactamente una horda de marxistas.
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